martes, 30 de abril de 2013

2.000 razones


 Lo que no sabías es que aquella noche sería la última. 

 Ya se había ido el sol cuando, como cada viernes, comenzaste a guardar tu semana en el cajón y a tapar tus recuerdos bajo capas de maquillaje. Últimamente tu vida no estaba siendo más que una carretera sin señalizar y habías decidido recorrerla dando bandazos, sin saber siquiera si las vallas pudiesen llegar a desaparecer y cualquier día te alejases del camino para no volver jamás. Pero no pensabas en ello, y aquella noche lo único que te preocupaba era no ser la del espejo. Eso, y acordarte de tomar esa pastilla rosa que tus amigas te habían prohibido porque sacaba eso que nunca habían visto en ti. Las mismas amigas que últimamente se habían acostumbrado a ver tu preciosa mirada perdida en clase y que ya habían empezado a dejar de contar contigo para sus planes. Las que no recordaban tu sonrisa. Las que ya no sabían cómo ayudarte. 

 Pero a ti no te importaba salir sola, sabías que en un rato todo el mundo querría incluirte en sus planes. Tampoco allí ibas a escuchar un “te quiero” o un “te echo de menos” como los que te estabas cansando de necesitar, pero qué más daba. Saliste de tu piso de alquiler y de ti misma, deseando ensuciarte las manos de vida y volver a casa de madrugada con el alma despeinada. Como cada noche de viernes. Como cada noche hasta aquel viernes. 

 Nunca se te había dado bien preguntar por qué, ni reconocerte en problemas. Te habías prohibido pedir ayuda pero, mientras intentabas levantarte, tu propio peso te enviaba cada vez más al fondo. Sin puntos de apoyo, tu vida se perdía entre millones de luces artificiales hasta que, de entre todas ellas, su mirada apareció sin pedir permiso para tenderte su mano y llevarte exactamente adonde necesitabas ir: a cualquier otra parte. 

 Lo que no sabías es que aquella noche sería la primera.
Diego G.

 

 Entraría en tu luz 
 con una canción sencilla, 
 tres notas y una bandera 
 tan blanca como el corazón 
 que late en tu cuerpo de niña. 

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jueves, 11 de abril de 2013

Algún tipo de conquista

 A veces me ves con mirada ausente y me preguntas que en qué estoy pensando. Es sencillo pero temo asustarte. Por eso no suelo contestar o te regateo sonriéndote y cambiando de tema. Pero lo que pasa es sencillo: te amo con premeditación y alevosía, te amo rabiosamente, con vehemencia. Es más sencillo aún: al mirarte se me salen los sentidos por la boca. Pero nunca quiero decírtelo del todo porque el ser humano tiende a buscar otras metas cuando alcanza con facilidad un trofeo. 

 Yo quiero clavarme a tu futuro igual que un título se clava en un libro, en la portada y para siempre. Me dan a menudo demasiadas ganas de soltarte este tipo de barbaridades pero corro el riesgo de que pienses que no quieres luchar por algo que no tiene complicación, que pienses que sólo merecen la pena los amores que conllevan algún tipo de conquista, y qué quieres que te diga, tú aún no lo sabes, pero a los pocos días de conocerte tus ojos clavaron una bandera en la cima de mi corazón y te aseguro que no va a haber manera de arrancarla… así que mejor sigo así, callado, haciéndote pensar que no soy del todo tuyo. Seguro que de ese modo no se te van a ir las ganas de luchar. Entiéndeme… yo también lucho, lucho cada día contra mí para no decirte todas estas cosas: que cuando no te veo soy un hombre en un pantano, que desde que te conozco no recuerdo el nombre del invierno.

("Es sencillo", Marwan)

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